Me levanto de la cama y ahí están, ya no me deshago de ellos en todo el día. “Mañana tengo una reunión muy importante, ¿les gustará mi propuesta?, si no es lo suficientemente innovadora van a pensar que soy un inútil, ¿seré mala/o en mi trabajo?, ¿y si les parece poco? ¿y si me despiden?….”. “No tendría que haberle dicho eso, es que siempre meto la pata, ¿le habrá molestado?, quizá debería hablar con ella, ¿y si se ha enfadado y no quiere hablar conmigo?, ¿pensará que no la quiero?, me va a dejar por torpe…”. “Estoy de los nervios con el examen, ¿me acordaré de todo?, espero que no se me olvide escribir nada importante, es mejor que repase para asegurarme, no me va a dar tiempo a repasar todo el temario, ¿y si suspendo?, tendría que haber estudiado más…”. ¡STOP!
Es probable que tras leer esta cadena de preocupaciones estés agotada/o, y no es para menos, lo que acabas de experimentar es la desagradable sensación de no poder parar los pensamientos, de quedarse “atascados” y ser incapaz de desconectarte de ellos. Estos pensamientos repetitivos, intrusivos e incontrolables están relacionados con acontecimientos futuros cuyos resultados son inciertos (preocupación), o con eventos pasados, especialmente cuando son pérdidas o fracasos (rumia). Nos abordan en infinidad de ocasiones a lo largo del día y nos da igual cuál sea su contenido, lo que verdaderamente nos interesa es que todos y cada uno de ellos sean negativos.
¿Por qué los tengo? ¿Para qué sirven? Es normal que cuando nos encontramos ante situaciones novedosas, inesperadas o importantes, tengamos la necesidad de sentir seguridad, que todo está bajo control y podemos reducir la incertidumbre que le rodea. Algunas veces, influyen nuestras expectativas sobre cómo deberían ser las cosas y, otras veces, los sentimientos de angustia.
En cualquier caso, la preocupación constante y la rumia se desencadenan como estrategias de regulación, para obtener la sensación de que controlamos la situación y reducir el malestar que tenemos, pese a que los resultados no dependan de nosotras/os e, incluso, no podamos hacer nada para cambiarlos, haciéndonos sobreestimar lo útil que es darle vueltas a todo y focalizando negativamente la atención en nosotros mismos.
Esto perpetúa la preocupación, la rumia y el malestar, llevándonos a conclusiones sesgadas y catastrofistas que nos anticipan el peor escenario posible como forma de protegernos de futuras emociones negativas.
Pero, ¿lo que me pone nerviosa/o es comentar la propuesta? ¿Lo que me hace sentir mal es haberle dicho algo a mi pareja que quizá hoy no le diría? No necesariamente. Puede ocurrir que la situación de incertidumbre a la que nos enfrentamos se haya asociado negativamente y el mero hecho de entrar en contacto con ella (por ejemplo, con la sala de reuniones o con el enfado de mi pareja) me ponga nerviosa/o y me genere malestar, desencadenando pensamientos anticipatorios y un bucle de verbalizaciones del tipo “debo ser bueno en mi trabajo”, “debería pensar antes de hablar”, o pensamientos rumiativos “tengo que repasarlo para no cometer el mismo error que la otra vez”, “ya se enfadó antes por algo parecido”.
Estos pensamientos no son aleatorios, son resultado de la historia de aprendizaje, es decir, de nuestras experiencias previas y creencias, y es su tono negativo el que afecta a nuestro estado de ánimo y nuestra conducta influyéndose los tres mutuamente, lo que nos conduce a una orientación ineficaz hacia los problemas por la que pensamos que preocuparnos es la mejor forma de resolverlos (ya que pensar en todas las alternativas posibles me proporciona sensación de control), con la que iniciamos un repertorio conductual igualmente ineficaz como comprobar si me sé el examen, buscar información que confirme si a mi novia le ha molestado aquello que le dije o evitar asistir a la reunión por si me despiden (puesto que, aparentemente, me estoy encargando del problema, aunque realmente no haya hecho nada).
Todas ellas nos alivian temporalmente, pero a la larga se pueden convertir en un patrón de comportamiento habitual que produce el efecto contrario al que buscamos, aumentando nuestro malestar, inseguridad o culpa, disminuyendo nuestra capacidad de tolerar la incertidumbre y generando ansiedad o tristeza.
Cuando has empezado a leer este texto hipotetizaba que ya estuvieras cansada/o, y es que la preocupación y la rumia nos pueden llevar a un estado de hiperalerta, una activación que nos hace sentir nerviosos, que acelera nuestra respiración y ritmo cardiaco, y dificulta que conciliemos el sueño porque, de noche, estoy a solas con mis pensamientos, sin distracciones.
Por eso, si en algún momento has experimentado algo parecido que haya afectado a tu estado de ánimo, tu trabajo o tu vida social, lo mejor es buscar ayuda profesional para gestionar de forma adecuada estos pensamientos negativos repetitivos ya que, al igual que aprendemos unas estrategias de regulación, podemos aprender otras más adaptativas que nos ayuden a manejar aquello que nos hace sentir mal.